Mariana conoció a Samuel un día cualquiera de mayo. Lo vio sentado en una escalera, bajo una luz azul y pensó que era un tipo interesante. No es que Samuel tuviera algo en particular que lo hiciera diferente al resto de la humanidad, es solo que Mariana se sintió cómoda en su presencia aun cuando ni siquiera supiera quien era.
No creía en las coincidencias y siguió sin creer cuando tres días después le presentaron a Samuel en una fiesta. Era el amigo del amigo del hermano de Dios sabe quien, el chiste es que estaba ahí frente a ella y como sucede con todos los encuentros raros de esta vida se ignoraron. El estaba demasiado ocupado resolviendo el mundo y ella trataba de ol vidar el pasado que debía ser olvidado.
Muchos meses después se volvieron a encontrar y con el desparpajo de su buena memoria y la insensatez que da la felicidad Mariana le dijo a Samuel que había soñado con él. Samuel no la recordaba pero escuchó entre divertido y asombrado los delirios extrañamente proféticos de esa mujer. Samuel encontró en esos sueños la paz que necesitaba y no pasó un día más sin desear verla.
Mariana no entendía la poesía que encontraba Samuel en sus sueños imperfectos pero lo envolvía día tras día en la rara suavidad de sus palabras sin promesas con tal de ver su sonrisa de niño eterno, perderse en ella y hacer como que el tiempo no existiera.
Y aun dentro de esta eternidad no creía en la existencia del amor.
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