Estaba lloviznando desde hacía rato. Salí corriendo a saltitos de la tienda para no caer en todos los charcos de la calle. Igual metí los pies en los ríos que se hacen en las cunetas solo para probar las botas de goma que me habían regalado mis primos. Resulta que fueron un éxito y mis pies seguían secos a pesar de todo. Tenía que dar la vuelta y subir por una calle empedrada y que parecía haber resistido todos los intentos por pavimentarla. Era la única que quedaba por ahí.
Aún cuando yo pasaba muy seguido por esa calle, porque era el camino más corto a mi casa, jamás había visto salir a nadie de una casa con un enorme portón de rejas negras que estaba ahí. Era obvio que alguien vivía en esa casa, digo, las luces se encendían por las noches, además una vez que le dije a mi mamá que estaba convencido de que la casa estaba embrujada me dijo muy cariñosamente que dejara de decir tonterías. Muy seria me dijo que ahí vivía una señora ya mayor con su ahijada y que cuando la viera la saludara con propiedad.
Ya me imaginaba yo el par de viejas que vivirían ahí, como de cien años cada una y más agrias que un limón verde. Claro que las iba a saludar, porque si no lo hacía y la queja llegaba a mi madre, me esperaba una buena en casa. La ciudad era lo suficientemente grande como para que la gente pudiera ignorarse con comodidad y aún así yo había perdido el derecho de ignorar a esas mujeres por andar haciendo comentarios que a mi madre le parecieron absurdos pero que para mi, en ese entonces, eran más que reales.
Así las cosas, de pronto y sin esperarlo, parado en medio de la llovizna con una bolsa de pan en la mano, vi salir a una niña envuelta en un abrigo rojo. El pelo era oscuro y algo rizado. Estaba demasiado blanca, casi brillaba parada junto a la reja. Realmente no podía quitarle la vista de encima, no podía creer que a plena luz del día hubiera un fantasma acechando mis andanzas infantiles. Quise correr y las piernas no me respondieron, lo cual visto desde lejos, fue una suerte.
PAra cuando el susto me pasó, ella había subido a un taxi parado en la entrada junto a una persona que en realidad no distinguí y se fueron dejándome todo atontado, sin resuello y sin más pensamiento que volverla a ver.
Aún cuando yo pasaba muy seguido por esa calle, porque era el camino más corto a mi casa, jamás había visto salir a nadie de una casa con un enorme portón de rejas negras que estaba ahí. Era obvio que alguien vivía en esa casa, digo, las luces se encendían por las noches, además una vez que le dije a mi mamá que estaba convencido de que la casa estaba embrujada me dijo muy cariñosamente que dejara de decir tonterías. Muy seria me dijo que ahí vivía una señora ya mayor con su ahijada y que cuando la viera la saludara con propiedad.
Ya me imaginaba yo el par de viejas que vivirían ahí, como de cien años cada una y más agrias que un limón verde. Claro que las iba a saludar, porque si no lo hacía y la queja llegaba a mi madre, me esperaba una buena en casa. La ciudad era lo suficientemente grande como para que la gente pudiera ignorarse con comodidad y aún así yo había perdido el derecho de ignorar a esas mujeres por andar haciendo comentarios que a mi madre le parecieron absurdos pero que para mi, en ese entonces, eran más que reales.
Así las cosas, de pronto y sin esperarlo, parado en medio de la llovizna con una bolsa de pan en la mano, vi salir a una niña envuelta en un abrigo rojo. El pelo era oscuro y algo rizado. Estaba demasiado blanca, casi brillaba parada junto a la reja. Realmente no podía quitarle la vista de encima, no podía creer que a plena luz del día hubiera un fantasma acechando mis andanzas infantiles. Quise correr y las piernas no me respondieron, lo cual visto desde lejos, fue una suerte.
PAra cuando el susto me pasó, ella había subido a un taxi parado en la entrada junto a una persona que en realidad no distinguí y se fueron dejándome todo atontado, sin resuello y sin más pensamiento que volverla a ver.
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